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Sueño 1 (Me gustan las mujeres cuando son hermosas y no se dan cuenta)

Sueño 1 (Me gustan las mujeres cuando son hermosas y no se dan cuenta)

Sueño


 


I


Las vacaciones habían corrido como siempre, igual que los fin de semanas en el hogar; rápidos pero permanentes al mismo tiempo, como si uno no pudiera medir el tiempo, como si los días que pasaban no hubieran pasado jamás, por lo mismo siempre era hoy y se acumulaban las gratitudes, las risas, los dolores, los placeres, las estelas, las cartas, los libros, los olvidos, todo mezclado en el viaje que hasta ahora comenzaba.
            Mi madre sonreía al volante cuando Las Siete Tasas aparecieron iluminadas tras la ladera del valle rocoso, áspero, que terminaba ante el mar. Ninguna persona, tal como había sugerido algún campesino en el camino, se encontraría en estas siete bahías que formaban a su vez siete pequeñas playas. A la que habíamos llegado y la tercera eran las más amplias, y sin saber porqué inmediatamente supimos que en la primera deberíamos estar. Las últimas quedaban escondidas por las dunas, que ascendían detrás de cada Tasa en lomas suaves, formadas por la brisa.


Un silencio espeso al bajar del auto se diluyó agradable en sonidos que llegaban una vez acostumbrado el oído; las aves, el rumor de las pequeñas olas en un coro de notas dadas desde lejos, amplificadas por la dimensión de las tasas, unas más lejanas, otras más cercanas, todas en un canto diminuto y alegre. No recuerdo que día seria, pero recuerdo la felicidad frente a una fogata, entre colinas de arena alejadas de la playa, al pie de una duna no muy pronunciada, larga y alta. (Tranquilidad) El vino nos hacía reír y las llamas daban calor y luz a las caras, reflejaba espadas caramelizadas desde las copas que subían, reflejaba hasta donde la noche cortaba la vista en un cielo lleno de estrellas, que no parecía conocido y era grato saberlo diferente. Estábamos lejos, perdidos en montañas saladas en la mitad de la nada, felices en la noche que se había extendido desde hace incalculable tiempo sin que la conciencia contara y diagnosticara. La calma no parecía tranquila, el lugar junto con nosotros, palpitaba, nos recibía, nos acercaba.


Y en medio de esta fiesta, suena el celular. Riéndome, le contesto a la Josefa, y camino subiendo, sin rumbo ni línea, distraído por la arena. Le cuento donde estoy y qué estoy haciendo, como se ve la luna, y, en medio de la duna veo mi radio. Me río y corro hasta ella, le digo a la Josefa: “Está mi radio….¡Y funciona!” cuando noto que está prendida y sonando ahí sola. No le sigo prestando atención, sigo caminando y me distrae el que sobre la colina más alta la noche se viera un poco más clara, con menos estrellas.


No recuerdo tampoco en que minuto colgué, y me encontré caminando a la sima de la duna para saber de donde venía la débil luminosidad. Tenía que ver que había arriba. Comenzaban a llegar a mi cabeza los pensamientos de cuanto había caminado, que tan lejos estaría, pero llegando como iba a la zona más alta ya no les permití la entrada, ya no pensaría de aquí en adelante. La espacialidad se modificaba.


Al superar la cima y contemplar la otra parte de la loma veía como esta caía, en altas y amplias gradas, de tierra apretada, que terminaban en una cancha de tierra. Parecía una tribuna de una cancha de barrio con asientos gigantes, desproporcionales. Estas terrazas estaban solo del lado en que me encontraba. La luminosidad venia desde atrás de la cordillera, que se veía distante, pero como si no hubiera nada entre el amplio terreno de pelea y ella, ocultaba un atardecer lejano. Enseguida no pude dejar de ver una fila de torres que se alejaban y se perdían de vista por detrás y a la derecha de las líneas de la cancha. El Gabo, mi único hermano, aparece a mi lado y yo me encontraba diciéndole sin saber porque, que las Siete Tasas eran en verdad Las Siete Torres, cuando rápidamente la luminosidad se volvió infinitamente tenue hasta apagarse en la noche profunda, pero ello no dio paso a un mayor brillo de las estrellas. En vez de eso vimos como, desde un camino a la izquierda de la cancha, comenzaban a llegar una serie de figuras, y subían una escalera para acomodarse en las gradas.


 


Los dos, aún con los pies en la arena, vimos las figuras sin pavor pero con sorpresa. Eran monstruos, similares a los monstruos del viaje de Chihiro. Unos con figuras semi-humanas, otros de una delgadez escandalosa, que rechazaba la física; tentáculos en lo que se entendería por cara; vestidos con piezas pequeñas; figuras que casi no se veían, de una trasparencia delicada; cada uno diferente del otro, todos extraños, figuras nunca concebidas. Por la calma que seguía presente nos dimos cuenta que todos eran espíritus, que no nos tocarían, que venían por sus motivos, que eran buenos, como un óleo hermoso y ridículo, y más precioso por ello. Habría una batalla en la cancha. Esto lo sabíamos por una intuición que era obvia, se entendía. Se enfrentarían esa noche los espíritus de la tercera y séptima torre, La Rata y El Dragón.


Cuando aparecieron estos, una voz vino, una voz de un ser humano compasivo e instruido, a nuestras espaldas, sin embargo no pudimos verlo y tampoco giramos las cabezas; tal era el esplendor de los dos gigantes espíritus, que se mostraban garras, dientes, colas ceceantes. La voz, nuestro amigo, dijo que si no hacíamos algo nuestras formas se atraparían indefinidamente en esta vida, donde nuestra existencia, al ser física y conciente, era imposible, al contrario de las vidas que llenaban cada vez más las gradas, cuyas consciencias eran la base de su ser. El Dragón y La Rata se revolvían en espirales ascendentes que confundían, destellando sonidos de mordidas. “Deben ir a pedir un deseo en La Torre Volcán, arrojando un barco al río, al momento de suplicar vuestra retirada de este lugar supremo.” dijo nuestro amigo, “Su vida no puede continuar aquí, ya se están alejando de la consciencia” dijo, en nuestras mentes vimos ojos, una mirada que nos indicaba los cuerpos, y al mirarnos contemplamos como desaparecíamos imperceptiblemente. “Aprovechen su levedad física para entrar en La Torre sin ser vistos, ya que los soldados tortugas no dejan entrar a nadie. Nos veremos arriba. No bajen por la torre, este es un privilegio de quienes viven en ella.”, escuchamos decir. Mientras, el Dragón mordía el cráneo de su momentáneo enemigo desatando reacciones, sonidos y movimientos desconocidos a nuestro juicio.


 


Iríamos a la Torre Volcán la cual supimos no era ninguna de las que ya habíamos visto. Quedaba en el sentido opuesto a la cancha, por donde debería encontrarse la bajada al  mar y nuestra madre, pero había una larga estepa de tierra. La arena ya no estaba, y a lo lejos antorchas hacían contrastar una columna al horizonte. Dejamos la batalla que todavía arreciaba, aunque era un espectáculo incapaz de ignorar: La Rata estaba sometiendo al Dragón, figuras legendarias en contorsiones de dolor y gloria. Nuestros cuerpos desaparecían.


 


II


 


Llegando a la torre vimos una reja, con un espacio abierto justo frente a ella, sin puerta. A cada lado de la entrada, un humanoide grueso, mezcla de tortuga y matón, armado con herramientas extrañas, y de aire torpe, custodiaban con actitud durmiente. Fuimos por la derecha, muy lejos de los troles, hasta la muralla (aquí las murallas eran trasparentes pero impenetrables, formadas de nada). "Aplástate" le dije al Gabo. Nuestros cuerpos estaban cada vez más trasparentes, y esta trasparencia era moldeable, podíamos manejar nuestra forma traslucida mientras alguna parte, mínima, quedara sólida y visible. Dejamos tan solo un dedo. A pesar de esto nuestra existencia en esta tierra era demasiado llamativa, como si a pesar de invisibles brilláramos para los seres de ella.


Nos volvimos paredes, y avanzamos lentamente, asiduos a la barrera, hasta estar casi detrás del guardia-monstruo. Con extremo cuidado, comenzamos a pasar detrás de este, planos, cuando, supimos que se voltearía, que nos había escuchado, visto, o advertido de alguna manera; entonces al momento de girarse, nosotros nos aplastamos, largos como varas, al nivel del suelo. El guardia volteó sin ver nada y entramos suavemente por el camino de antorchas hasta la base de la Torre Volcán.


Era de piedras gruesas, una sola columna, tan alta como un edificio de cinco pisos. No es tan grande, pensamos y entramos. Solo cabía una escalera de caracol, hecho todo de piedra, como una torre de cuentos, y subimos dando vueltas y vueltas. Nuestros cuerpos habían recuperado su forma normal y sólida, pero la escalera no terminaba por mucho que subiéramos, por infinitas vueltas corrimos y trotamos y seguimos subiendo, mucho más de cinco pisos, de diez, cientos de escalones, hasta el agotamiento. Caímos exhaustos. Era el momento en que miles de dudas molestan en el pecho, pero no había dudas, todo era correcto.


“Hay que seguir subiendo.”  se escuchó entre jadeos. “Queda poco.” Nos levantamos para ver reflejos de antorcha, 2 vueltas más arriba. Seguimos hasta una ampliación de la torre, el vestíbulo, un espacio vacío donde una fila de espíritus esperaban frente a una especie de mostrador, y detrás de el, una joven china, con una trenza negra y apretada, y un traje rojo, casi como una azafata, recibía las diferentes formas de los espíritus, explicándoles.


“Ahora te voy a disfrazar” dijo la voz de nuestro amigo, que estaba delante nuestro, visible para nosotros, de alguna forma humana muy imperceptible en la fila. “Tú entra y tira el barco, para pedir volver a tu realidad, es la última oportunidad.” Me dijo, y desapareció con mi hermano, aunque seguían presentes. La fila avanzó hasta yo estar frente a la china. Era como un hermoso robot, me explicaba cosas que yo no entendía, y mostró una pequeña abertura en la piedra, como una puerta al lado del mostrador, que solo fue vista en ese momento. En la cara de la joven había un gesto vacío, de estar perdida o atrapada, hechizada incapaz de ser si misma durante mucho tiempo. Era hermosa.


Entré en la puerta mirando la explicación al siguiente monstruo, con las cejas bajas, y me vi aparecer en otro lugar muy fugazmente.


 


III


 


Una luz blanca se vio, y luego los colores de árboles tropicales, de una isla formada por una alta montaña. No se veía la punta pero, en medio de un claro que subía en línea por entre los árboles, había una corriente de agua suspendida. Me veo acercarme, y encuentro que el riachuelo flota sobre la tierra, se trenza, se mueve subiendo la montaña. (Es un lugar mágico.) Más abajo está el puente, corro hacía el.


Hay una fila de espíritus, esperan su turno de lanzar el barco. Van en parejas, uno al lado del otro, esperando y subiendo las escaleras del puente, que van paralelas al río. El último espíritu está solo, no por coincidencia, me pongo a su lado despacio.


Es muy gorda, de cuerpo amarillo semiredondo, su cabeza tiene algo similar a un sombrero y una bufanda, y sus brazos y piernas son cortos, rechonchos. Me mira y siento cariño, esperamos en la fila. Todo es fresco, sobre el puente el rocío del río flotante ilumina y calma. La monstruo que está a mi lado parece pensar, desear, sonreír, todo sin tener un rostro en el cual leer: las sensaciones se respiran. Cada cual debe pedir su deseo, y cuando llega nuestro turno, en el puente de madera, la monstrua sujeta una canoa de madera, tallada, con una especie de mástil. La sujeto. Nos paramos al borde, sobre el agua y cierro los ojos. Mi mente está en blanco y hay una solemnidad en la piel y el aire. Al unísono dejamos caer el barco en el río, y pienso fuertemente: “Deseo volver a ver a la china”.


 


 


IV


 


Reaparezco en la torre, cercano al mostrador con la joven, y de inmediato nuestro amigo dicta mi error: “Tenías que pedir el regreso a tu mundo. Desconozco otra forma de salir. Tendrán que escapar como puedan. Hay pocas posibilidades de que vuelvan. Arruinaste todo.” No hay escape.


Él corre por la escalera que sube, mi hermano lo sigue. Me pongo frente al mostrador. “Ven con nosotros. Vuelve.” Le digo a la china. “No es posible” responde, hipnotizada. Su mirada continúa perdida, ausente, pero entonces le tomo la mano, y al contacto sus ojos vuelven a brillar, a sentir. “Acompáñanos”; “No puedo” dice, como quien despierta de un largo sueño. Me apego a su lado. “Vamos” le pido, mientras la beso, “Ven con nosotros”, la beso en el rostro, “síguenos” en los ojos, en las manos. “No puedo”; responde a cada beso.


Luego como un rayo reacciona, me toma y, para mi pánico, me lleva escaleras abajo. “¡El Gabo!” le grito. Ella me explica que tiene algo de poder en la torre. “Yo viví aquí. Ahora podemos bajar”. Intento gritar, pero sorprendentemente, tras una sola vuelta a la escalera de caracol, llegamos a la base de la torre. Me tira hacia fuera, escapando.


 


 


V


 


Con un “NO” rotundo llevo a la china de vuelta a la torre, hacia arriba. Impera en mí encontrar a mi hermano. Tras varias vueltas al caracol llegamos nuevamente al vestíbulo. “Hasta aquí llega mi conocimiento” me advierte ella. “No importa” le porfío, y seguimos el ascenso. Esta vez la subida es mucho más dura. Eterna. Los escalones crecen, son mucho más altos, como grandes cajones. Jadeo con cansancio, y la china me sigue el paso débil, como un fantasma. El aire está denso, viciado, febril. Me baña la sensación de tener que controlarlo todo. Ella me pide descanso y yo, necio y ciego en mi apuro, como si todas las cosas pudieran estar en solo unas manos, la tomo en brazos y sigo subiendo. “No puedo más” dice ella, pero no quiero escuchar, sumido en la necesidad de tener absoluta consciencia sobre la situación. El complejo de superhéroe. La asiática me pide que la deje, que siga solo. Únicamente el extremo cansancio me hace acceder, pero mi preocupación y orgullo dicen “Vuelvo pronto”.


 


 


 


VI


 


El cansancio me consume en la subida que nunca acaba. Corro y corro girando por la escalera, aspirando bocanadas de aire duro.


“La cosa es subir” digo sin pensar, y paso de correr con desesperación a trotar con ánimo, a caminar tranquilo, con los ojos cerrados, mi pulso desacelera, la respiración vuelve a ser normal. Sin ver, avanzo solemne como una estatua o un robot.


Tras un peldaño, escucho un estallido atrás y abajo. Miro, y mi último paso a derrumbado el escalón que acabo de pisar. Doy otro paso y más piedras caen. Me siento en los peldaños, desolado, los brazos en las rodillas, la cabeza entre las manos. El rostro cubierto de arrepentimiento.


Media vuelta atrás la escalera se termina. Muy al fondo, se ven rocas desordenadas que una vez formaron escalones. Entonces rompo en llanto. Pienso en mi hermano y en la joven mujer; me siento culpable, y temo por sus futuros. La escena ha llegado a este punto debido a mi insensatez de tratar de dominarlo todo. No estaba en mi poder traerla hacia arriba. Tampoco, quizás, volver a verla, pero eso ya no se puede probar. Ahora comprendo, noto que solamente soy dueño de mí y de mis actos (talvez ni siquiera de todos estos y sus consecuencias).


Tal como la línea del tiempo, la torre se dibuja solo hacia delante, hacia atrás se disipa, se vuelve etérea. “Trataré recordar y aprender”- pienso, mientras me seco la cara y, como siempre debió hacerse, emprendo la subida con alegría, disfrutando de la carrera.


 


 


VII


 


 


La noche se abre a mis ojos; la escalera termina en la cúspide de la torre. Esperaba encontrar algo, alguien, pero, en la azotea, no hay más que el final de la escalera, una antorcha ilumina el techo de la torre, sin almenas. Inspecciono el lugar pero solo es eso; la parte de arriba, circular, sin barandas, y la pared cilíndrica que cae hasta el suelo. Me asomo para mirar, pero no se ve la tierra; tanta es la altura de la torre aquí arriba.


El cielo en toda su magnitud, como si me abrazara, me revela la evidente salida. Siempre supe donde terminaría tan largo ascenso, tantas escaleras: en un lado de la pared descubro una especie de tobogán demencial, casi vertical, de piedra lisa. No se distingue final, solo está ahí, una caída infinita. Sé que debo hacer. Recuerdo la frase de una canción y salto sin seguridad.


 


Me zambullo en la oscuridad, en un principio se desliza en la piedra mi espalda y talones, pero luego, inmerso en el miedo, me despego de la pared y caigo libremente. Grito, me desespero, me arrepiento, lloro y me quiero destruir por dentro. La velocidad crece vertiginosamente y no puedo dejar de pensar en la muerte, me corroe tener conciencia de esa próxima verdad, la única. Pero la caída nunca acaba. Lo primero que se acostumbra es mi cuerpo. Caigo compacto, irónicamente en posición de ataúd, acelerando cada vez más, cayendo sin dirección, sin gravedad.


Tras horas de sumergirme en la oscuridad pierdo el sentido del espacio. No sé si caigo, si subo, si avanzo, vuelo o desaparezco. “Tal vez un poco de todo ello” pienso. Solo viajo, o todo viaja en mi interior. Soy, y todo está siendo, dentro y fuera mío;  pertenezco a todo. La oscuridad más amplia me rodea; tampoco emito luz, comprendo. “Formo parte de ella”.


Y, lo siguiente que desaparece, es mi conciencia. “Disfrútalo” me digo, y dejo disolverse mis pensamientos en lo negro del espacio que fluye. La vida se revela entonces: siempre ha sido así, como una larga caída, en picada, a la cual entregarse sin seguridad, sin planes o expectativas, con la percepción como guía, y fidelidad a los sentidos. Imagino, puedo verme cayendo, ya sin terror, tranquilo. Mi existencia aparece frente a mi vista, ridícula e insignificante, ahora que me observo comprendo que todo está unido, siempre estuvo y ha estado conectado, dejo de mirarme, de pensar en mi pequeño mundo propio. Sin cuerpo, estoy envuelto y a la vez envuelvo el universo. Soy arena. Soy un sol que se consume a si mismo. Una gota de un río eterno. Un trozo negro del espacio. Una braza del fuego, una hoja de un árbol inmenso. Soy un grano de arena del infinito desierto. Un grano de arena en una duna, sin resentimientos, sin preocupaciones, formo parte de su gran cuerpo. Me uno a todo.


 


VIII


 


Como si saliera de un huevo, descubro que no soy arena, que estoy sintiendo la arena. Arena, entre las manos, entre los dedos de los pies. Me siento. Estoy en el mundo humano de nuevo. Observo el mar y la fogata, abajo, hacia arriba queda el cielo iluminado.


Llega caminando mi hermano; una mirada cómplice basta para saber que todo es y fue real. Bajamos por la duna. Donde estuvo mi radio, vemos sentada a la china. Solo dice “vamos”, y nos acompaña. Nuestra madre duerme junto al fuego: la despertamos para narrarle todo. Asombrada, nunca duda de nuestro relato, y solo me recuerda “Escríbelo”.      El alba está llegando.


 


 

1 comentario

Chagall -

Puta wom pa serte sincero jamas termine el cuento hasta ahora
y lo agradezco
esta super bueno weon
cuando llegue al segundo capitulo de nuevo tenia un ritmo como bailado y contenia este tipo de sabiduria del que hablabamos de las ultimas cosas que escribi como cierta similitud pero visto desde tu punto me alegra mucho y me conmueve tambien, creo que puede ser pulido en el sentido tecnico, pero contiene toda la energia y la desenvoltura del jazz
la llevai
fue como haber leido un sueño mio tambien
o como si yo lo hubiese escrito o otra prsona esta super universal
la llevai wom :D
lo leere mas igual
este es mi primera impresion