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Cuento desagradable

Cuento desagradable

 

I

Desde aquel día en el centro Carmela comprendió el valor de su amor. Comenzó a vender su cuerpo para comprar el néctar granate que hacía a su padre olvidar la osadía de su parte por haber nacido. Supo que nunca podría comprar una madre, pero entre garrafas de vino barato se entregaba a la lucha inconciliable del perdón, que era ese amor, en la cama doble que siempre tenía un lado sin hacer, y el otro incorruptible. Ella era la única persona viviente que podía deshacer ese rincón de recuerdos impenetrables dejándose violar; sin embargo cada vez que su padre terminaba o se dormía o corría a vomitar, arreglaba cuidadosamente el lugar sagrado, y aprovechando el impulso amoroso partía por las calles a poner en practica la (a su parecer) justa redención, no sin antes beber bruscamente la bebida que ayudaba a mirar al techo sin permitirse sentir asfixiar.
Sintió al cabo de un tiempo la presencia de dos hombres con mucha mayor asiduidad; no hubo mérito en reconocer al viejo de aspecto destrozado, que le brindara el plan de su futuro aferrándose a ella bruscamente esa tarde por el centro, llorando el nombre de su esposa muerta infinidad de años antes, en la misma calle donde vivía, bebía y lloraba (de ese personaje desagradable había tomado la forma de obtener, de arrebatar y pelear el inalcanzable perdón para con su padre, con el cual se sentía siempre en deuda); al otro lo notaba por el gorro y una bufanda de lana, siempre ceñidos ocultando el rostro. Siempre pagaba de más, y no decía ni una palabra. Carmela pensaba en el como el mudo de la cuadra vecina (único que la acompañara en su larga y triste infancia), quien por su incapacidad de hablar mantenía una cautela permanente y una horrible vergüenza social. Cuando lo veía caminar siempre lo saludaba, obteniendo una tenue alza en las cejas mudas y espesas, que encontraba infinitamente tiernas.
Si ella, discretamente, pudiera aprovechar un embate de la taciturna pasión para bajar el borde de la gorra, confirmaría a la única persona que la querría y la había querido jamás. No le cobraría. Si el lo permitía, viviría con él, lo querría. Lo esperaría en la puerta, a la hora de salida, tranquila, con una sonrisa…casi sentía ahí el bienestar…pero… ¿Cómo lo haría? ¿Qué diría? ¿Sabía escuchar? No creía que la rechazaría. Comprendió que era ella quien temía. ¿Puedo tener un hogar? ¿Ser madre? La incertidumbre la corroía. A los instantes de comenzar el romance comprado sentía ataques de asma. No los podía controlar. El vino ya no servía. No sabía quien era. Dejó de trabajar. Calló enferma, y, delirante, noche y día soñaba con su madre. Entre cortinas blancas le arrancaba dedos y uñas, manchando de púrpura la tela y muriendo ahogada en el torrente denso de su hemorragia. Despertaba horrorizada en una larga inhalación para caer inmediatamente en la pesadilla. Se levantaba y corría a la habitación de su madre, donde sentía sus manos pegajosas. Las veía y encontraba las sábanas teñidas de sangre. Gritaba, pero no se oía.


II

 

Una noche, en que desesperada al no escucharse decidía callar, escuchó a su madre susurrarle mientras dormía. Se la imaginó arropándola, pidiendo disculpas por la ausencia, declarándose agotada, rogando que dejara de pedir que volviera a la vida. Se despertó tranquila, sabiendo lo que debía hacer pero no como lo haría.
Tomó las sábanas de su madre, repitiéndose <está muerta>, lloró como nunca, y, abrazándolas, las estrechó y quiso tanto como se había castigado a ella misma.


III

 

Dejó su rabia sabiendo que era amor frustrado. Enterró las sábanas, besó a su padre borracho, lo perdonó y dejó la casa tranquila. Con un alivio infinito, como el universo salió sin saber si volvería o no.

 

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